Mercado
de Colón, mañana soleada de domingo a finales de septiembre. Estoy aquí como
podría estar en cualquier otra parte, el azar y el Facebook han propiciado que venga
hasta aquí para escuchar el concierto gratuito de la banda de música de
Benimàmet. Justo cuando llego están tocando “Libre”, de Nino Bravo, se me escapa una sonrisa. Ya me estoy
arrepintiendo de haberme puesto estos vaqueros, esta camiseta y este pañuelo
rosa, escogido para alegrar mi mortecino rostro y reivindicar mi feminidad. Lidiar
con este atuendo, las pesadas bicicletas que nuestro joven ayuntamiento promociona
con tanto ahínco y los veintisiete
grados de temperatura a pleno sol ha resultado más duro de lo previsto. Además
de escoger la ruta más larga, claro. Aprovecho para reclamar una red de
bicicarril en condiciones. Llego
exhausta y empapada, pero satisfecha con mi hazaña.
La banda
finaliza su concierto con el himno a Valencia y un montón de señoras con pelos
enlacados, chaquetas elegantes y abanicos en mano lo cantan en pie en primera
fila, están tan serias y circunspectas que más pareciera un velatorio que un
acto lúdico. Me resulta bastante cómica la estampa, teniendo en cuenta que
alrededor abundan los grupos de extranjeros angloparlantes que toman cerveza en
las múltiples terrazas, totalmente ajenos a este momento patriótico.
Me
siento en una de ellas, atraída por su
extraña decoración, compuesta por una hilera de frascos de cristal colgantes
que delimitan el local. Contienen en su
interior una especie de ramas secas que no alcanzo a distinguir. Elijo la mesa
más pequeña, en un lateral, y espero a ser atendida. Tan sólo hay una camarera,
de pelo azabache y gruesos labios pintados de rojo. No recuerdo donde leí que
en tiempos de crisis aumentan las ventas de pintalabios de este color. Yo también
llevo los labios pintados. Viste uniforme negro de manga corta, sus brazos
están cubiertos de tatuajes de colores y luce un piercing en su nariz. Habla
con los clientes de la mesa frente a la mía, una pareja de ancianos que rebosan
esa altivez propia de las clases conservadoras. Les cuenta que tiene un hijo de
quince años que juega al fútbol en uno de los clubs más importantes de la
ciudad, sueña con que a su cachorro un día lo fiche un gran equipo, gane mucho
dinero y les saque de las estrecheces. “Hola, cariño, ¿qué te pongo?”, me dice.
En la distancia corta intuyo, tras su aspecto duro, un alma sufriente, una
soledad no deseada.
Quizá
sea mi propia sensación de soledad la que rebote en la imagen de la camarera de
pelo azabache y brazos tatuados. Años atrás hubiera querido llevar su look,
pero jamás me atreví. Como tantas otras cosas. Ahora ya es tarde, y no lo digo
con lamentos, sino con el convencimiento de que esa etapa de mi vida pasó. En la actualidad me gusta vestir de forma que
me sienta cómoda y segura, que revele mi autenticidad de ser y que exprese esa
nueva energía que vengo forjando desde hace algo más de un año, a sangre y
fuego.
Reinventarse.
Reconstruirse. Reconocerse. Decidí que era el momento de preguntarme qué estaba
haciendo con mi vida y qué esperaba de ella. Y me visualicé viejita , frustrada
y demente por no haber cumplido mi
sueño. Así que tracé una línea entre el antes y el a partir de ahora y la pinté
con entusiasmo y amor. Y en esta noble tarea de perseguir sueños no hay caminos
trazados, sino que voy marcando el sendero con cada paso que doy. La comodidad
y la felicidad son una pareja imposible.
Así que
estoy lejos de la orilla, lo que dejo atrás, atrás queda, y ante mí un espacio
tan grande como inquietante. Tengo insomnio y una acritud verbal que
vomito descontrolada sobre la persona que amo. Por impotencia y miedo, sí, todo
este paisaje también asoma en el camino de baldosas amarillas. Por eso he hecho
este paréntesis, para sacudirme el polvo, respirar y reemprender la marcha.
Porque sólo hay una dirección, y es hacia adelante.
Pago mi
consumición a la camarera de pelo azabache y brazos tatuados y me acerco al
puesto de flores situado a la salida del recinto. Señalo las rosas y pido que
me preparen una bien bonita. Es para regalo, digo. Alguien va a sonreír cuando
llegue a casa y la vea, y su luz será mi luz.
Subo de
nuevo a la bici e inicio el retorno.